2009/06/11

cuento especial..


El timbre sonó a las veintiuna en punto. Laura levantó el portero eléctrico y gritó con impaciencia:

-¡Ya va...! ¡Ya va!

Todavía le faltaba pintarse las uñas y los labios y por una vez el remís llegaba a horario.

Manoteó el frasco de esmalte, la cartera y el abrigo y salió después de apagar las luces. La calle se veía fantasmagórica a través de una espesa neblina que ningún viento parecía dispuesto a separar. Cruzó hacia el coche que estaba estacionado enfrente y subió a la parte trasera.

-¡Buenas noches...! Al club de vela –indicó.

El remisero se volvió hacia ella y la miró interrogante.

-¡Al club de vela! –reiteró- ¿Acaso no sabe dónde queda?

El hombre la miraba con desparpajo. Le brindó una sonrisa medio torcida y respondió:

-Por supuesto que sé dónde queda. ¿Podríamos...?

-¡Arranque, hombre! –lo cortó agazapándose en el asiento- Que no quiero que mi vecino me vea...

A Laura le pareció que el chofer sofocaba una risa mientras ponía el auto en marcha, pero agachada como estaba no hubiera podido jurarlo. Cuando hicieron dos cuadras se irguió. Si el idiota de Juanjo la hubiera visto, seguro que se hubiese hecho llevar a la cena. Y aunque fuera su jefe ya era demasiado aguantarlo las nueve horas de oficina.

Sacó el frasco de esmalte y antes de abrirlo recordó que no se había maquillado. Se coloreó la boca para no arruinarse después la pintura de uñas, se perfumó y destapó con cuidado el barniz. Dio algunas pinceladas hasta que el auto frenó ante un semáforo poniendo en peligro la estabilidad del frasquito.

-¡Oiga, señor! Casi me derramo la pintura encima. ¿No podría frenar con más suavidad?

El chofer no contestó. Cuando tuvo paso se acercó a la vereda y estacionó. Laura exclamó:

-¿Qué...?

-¿Por qué no termina su arreglo y después partimos? –sugirió el hombre sin volverse.

-¡Llegaría tarde!


-Pero impecable... –la voz grave no denotaba sarcasmo.

-¿Se apurará después?

-Usted, déle.

Laura agachó la cabeza y se esmeró con las uñas hasta que quedaron pintadas con prolijidad. Después hizo malabarismos para cerrar el frasco sin deteriorarlas y, sin guardarlo en el bolso, anunció el fin de la tarea:

-¡Arranque, chofer, que ya terminé!

El auto se desprendió suavemente del cordón y enfiló hacia la circunvalación. La niebla se acentuó a medida que ingresaban a la autopista absorbiendo vehículos y asfalto. Ella agitó las manos para que se secara el esmalte mientras pensaba en la velada que la aguardaba.

Odiaba las reuniones de oficina a las que todos concurrían por compromiso. Y ella también al fin y al cabo. Era preferible aburrirse unas horas que desairar a su jefe, sobre todo en épocas en que escaseaba el trabajo.

Aunque no estaba segura de conservarlo mucho tiempo dada la persecución de la que últimamente le hacía objeto. Aparte de que no le gustaba, eran vecinos y ella solía charlar de vez en cuando con su sufrida mujer.

Carina era joven y linda pero absolutamente sometida al imbécil de su marido. ¿Cómo podía aguantar a ese neandertal que la hostilizaba pasando los dedos sobre los muebles para reprocharle cualquier atisbo de polvillo? Tenían dos nenas y él le echaba en cara que no le hubiera dado un heredero que continuara el apellido.


¡Cómo si una pudiera elegir! Y lo peor es que la mujer se sentía responsable, como le había confesado una vez que habían hecho una larga cola en el súper. Bueno, allá ellos con sus problemas, se dijo, mientras se preparaba mentalmente para soportar la reunión y los concurrentes. El remisero estacionó diestramente a la entrada del club. Le preguntó cuánto era el viaje. Vaciló antes de responderle:

-Diez pesos –dijo al fin.

-¿Diez pesos? Su reloj debe fallar. Porque este viaje no sale menos de quince –le aclaró.

-Es lo que marca el reloj, señorita.

-Entonces, hágalo ver –contestó mientras le extendía quince pesos.

El hombre se encogió de hombros y guardó la plata. Se bajó y abrió la puerta para que descendiera.

Otra cosa que la fastidiaba era tener que caminar casi dos cuadras sobre el pedregullo para llegar al salón de fiestas. ¿Quién podía pretender que una mujer conservara la elegancia teniendo que cuidar que las piedritas no se metieran en los zapatos y le rompieran las medias? Dijo OHM varias veces para limpiar su mente de protestas y bajó.


Por un momento quedaron enfrentados y Laura apreció la elegancia y apostura del hombre vestido de traje gris y la sonrisa a boca cerrada que le ponía pliegues a los lados de los ojos.

Sería interesante cambiarlo por los redundantes asistentes masculinos. Le agradeció y se despidió mientras enfilaba cuidadosamente hacia la entrada del club. A medio camino se topó con la contadora y su secretario que habían estacionado el coche más adelante:

-¡Buenas noches...! –dijo el empleado- Juro que le dije a Mimicha “¿quién será esta bella joven?” cuando venías caminando hacia aquí.

-Gracias, Daniel, por levantar mi autoestima. ¿Cómo estás, Mimicha? –se acercó para
intercambiar un beso.

-Bien, Laura. ¿Quién te trajo?

-Un remisero.

-Me hubieras llamado. Sabés que vivo cerca de tu casa.

-Está bien. Pero tenía que hacer varias diligencias y no estaba segura de cuándo me iba a desocupar. Tal vez podrías llevarme si no te vas muy tarde... –dijo, anticipando su decisión de no quedarse demasiado tiempo.

La contadora se rió porque coincidía con ella en que eran reuniones tediosas, especialmente por haber compartido las del trabajo anterior donde se habían conocido.

Laura había renunciado años atrás porque se había enamorado del dueño del negocio que se agotó en juramentos hasta conquistarla y después exhibió un notable estado de amnesia en oposición a sus promesas.

Dejó su trabajo cuando verlo todos los días se transformó en una tortura y Mimicha, que la consideraba una buena empleada, la había conectado con la empresa donde trabajaba actualmente.

No eran amigas íntimas pero se tenían mutua simpatía. La profesional era una mujer madura y hermosa que a sus cuarenta años vivía una apasionada relación con su secretario trece años menor, relación que muchas mujeres cuestionaban por la diferencia de edades pero que en el fondo, según Laura, no era más que envidia.

Así como ella aceptaba sin prejuicios el vínculo de la mujer, Mimicha comprendió la inclinación amorosa que tuvo con su ex jefe y la alentó cuando decidió abandonarlo porque pensaba que merecía más que una aventura circunstancial.

Escoltadas por Daniel, ingresaron al salón adonde ya se encontraba un pequeño grupo de invitados. Saludaron y departieron mientras los mozos les ofrecían tragos y bocaditos. Mimicha, con una sonrisa, la previno:

-No te des vuelta, pero ahí viene tu acosador -Laura se lo había confiado- con un bello ejemplar.

Ella se alegró porque eso significaba que se vería libre de persecuciones durante la velada.

Escuchó la voz de Juanjo:

-¡Aquí tengo dos beldades para presentarte! Mi contadora, Mimicha...

Laura, sin darse vuelta, percibió una presencia que se emparejaba con ella y vio la mano que se extendía hacia la contadora. ¡Pero era masculina! Dio media vuelta mientras escuchaba el fin de la presentación:

-... el doctor Ignacio del Prado, Nacho para los amigos.

Volvió a quedar frente al trajeado remisero. Él la seguía mirando con la sonrisa de arruguitas en los ojos esperando la introducción de su amigo.

-Ella es Laura, mi secretaria... -Juanjo vacilaba observando la expresión de sorpresa de la joven- ...el doctor Ignacio del Prado -terminó.

Ella le tendió la mano automáticamente. Cuando se hizo conciente de que tenía la boca entreabierta la usó para preguntarle:

-¿Se las rebusca como remisero...?


El hombre lanzó una espontánea carcajada y dijo:

-Es un placer volverte a ver, Laura.

Ella recuperó su mano con un gesto precipitado y se volvió hacia Mimicha. Su jefe presentó a Daniel y después se retiró con el invitado sin que Laura volviera a mirarlo.

-¿Qué fue eso? -preguntó la contadora, curiosa.

-Después te digo -la cortó.

Se sentaron a una mesa por poco tiempo, porque Mimicha le propuso a los diez minutos:

-¿Me acompañás al baño?

Se levantaron bajo la risueña mirada de Daniel que todavía no comprendía por qué las mujeres buscaban compañía para ir al tocador. La mirada de Mimicha, apenas llegaron, se convirtió en un signo de interrogación:

-Ese doctor como se llame, es el remisero que me trajo al club -dijo Laura alterada.

-¡Qué coincidencia! -exclamó su amiga candorosamente.

-¡No seas ingenua! Seguro que estaba todo preparado para ver si se me escapaba algún comentario. ¡Y pensar que me escondí bajo la ventanilla y le dije que arrancara cuando lo vi a Juanjo...! ¡Si se habrá reído! Ahora me acuerdo que se rió... -dijo disgustada.

-Pero ¿cómo hizo para saber que habías llamado a un remís? -la pregunta de Mimicha no carecía de lógica- Y la hora...

Laura la miró como si le hablara en chino. Era cierto, ella lo había decidido a último momento y a solas. Hizo un gesto de terquedad e insistió:

-No sé. Pero de Juanjo se puede esperar cualquier cosa.

Mimicha era más práctica:

-Ya tendrás tiempo de aclarar el equívoco. Mientras tanto este tipo, si no es casado, ¡está muy bueno para hacerle una zancadilla! -expresó entusiasta.

Laura hizo una mueca de suspicacia. Se miró al espejo y pensó que era posible que el chofer trastabillara si decidía usar la metafórica maniobra de Mimicha. Pero esta noche no estaba en vena. Revivió el trayecto hasta el club hasta llenarse de vergüenza por sus actitudes y de bronca contra el presunto conductor.

-Volvamos, Mimicha, que se pensarán que somos tortis -propuso para contener otra pregunta.

Salió delante de la contadora. Para llegar a su mesa debieron rebasar la de su jefe adonde se habían ubicado los principales accionistas y el invitado.

Levantó la copa cuando ella y Mimicha pasaron a su lado. La contadora agradeció con una sonrisa y Laura se hizo la desentendida. El hombre sonrió más ampliamente, como satisfecho del reto que suponía la esquiva muchacha. El salón ya estaba atestado e intercambiaron saludos hasta llegar a sus ubicaciones.

Daniel estaba acompañado por Noelia, la telefonista; Raquel, la intérprete bilingüe y Dante, el cadete. Una mesa bastante soportable, pensó Laura. Noelia era su amiga, simpatizaba con Raquel y el muchacho siempre estaba bien dispuesto. Al menos, con ella.

-¡Ya estaba por mandar a las chicas a buscarlas! -rió Daniel.

Mimicha le tiró un mechón de pelo y se sentó al lado. El amigo del jefe despertaba la curiosidad de las féminas:

-La verdad -dijo Noelia- es que no esperaba ninguna sorpresa. Pero por este tipo bien vale la pena haber venido.


-Si fuéramos a prolongar la velada a otra parte… -acotó Raquel- ¿No aceptarían esta vez la tradicional invitación al baile?

Esta propuesta, realizada después de la copiosa cena y libaciones, era invariablemente rechazada por las mujeres que no deseaban alternar con los concurrentes.

-Si tienen la vista puesta en el nuevo -dijo Laura- alcanza sólo para una. ¿Las demás tendrán que aguantar a los plomos de siempre?

-Menos Mimicha, que ya viene con su bailarín propio -dijo Noelia riendo.

-¿Y si hacemos una apuesta? Digo, para divertirnos -sugirió Raquel.

A Laura el humor se le escurría cada vez más rápido. ¿Arriesgarse a bailar con Juanjo? ¡Ni loca!, se dijo. Y no porque desconfiara de su atractivo, sino porque desconfiaba del amigo de su jefe que debía ser tan obsecuente como el resto que lo rodeaba. Declinó el desafío:

-Yo paso, gracias. Después del emotivo brindis pienso llamar un remís, si vos querés quedarte... -le aclaró a la contadora.

La mujer no le respondió y Laura se congratuló de haber traído su celular.

Remontó su fastidio y se adhirió a la amena y superficial conversación. Cuando Juanjo, después del champaña formuló la proverbial invitación, se quedó de una pieza con la rápida aceptación de las mujeres.

Sólo ella se excusó aduciendo que debía levantarse muy temprano y no se dejó convencer por los argumentos de su jefe.

Cuando el grupo se retiró, pidió una copa más de champaña y encendió el tercer cigarrillo de la noche. Lo fumó despaciosamente hasta que una ráfaga abrió la ventana lateral con violencia y desparramó la brasa en infinidad de chispas que se abalanzaron contra su falda.

Se levantó aprisa para sacudir la ropa y dirigió la vista hacia el exterior. Una furiosa tormenta secundada por relámpagos, truenos y viento reemplazó súbitamente a la neblina.

Sacó el teléfono para pedir un transporte y escuchó una y otra vez la grabación que alertaba sobre la saturación de líneas.

Después de quince minutos de intentos infructuosos comenzaron a golpear las primeras gotas. Deseó haber aceptado la invitación a bailar porque por lo menos tendría un vehículo para volver a su casa.

Miró desalentada al inútil aparato que no la comunicaba con nadie, cuando una mano se lo escamoteó suavemente. Se volvió desconcertada y se encontró con su chofer ocasional.

-Supongo que estarías por pedir un auto de alquiler -aventuró, devolviéndole el celular apagado.

-¿Y quién te dice que no estaba por llamar a un conocido para que viniera a buscarme? -respondió enojada.


-Porque ningún hombre en su sano juicio te hubiese dejado venir sola esta noche -en sus ojos no se advertía ninguna ironía.

-Agradezco tu preocupación, pero ¿no deberías estar camino al baile?

-Si vos hubieras venido. Además, cuando me hago cargo de una mujer siempre la devuelvo a su casa.

Laura rebuscó en su bolso. Sacó quince pesos más y se los tendió:

-Cancelo tu obligación. Supongo que el pago te compensará el viaje de vuelta -dijo porfiadamente.

La mirada de él la perforó. La sostuvo con una expresión belicosa mientras se preguntaba si no estaba yendo demasiado lejos. Ignacio, Nacho para los amigos, declinó el dinero sin palabras y se sentó en la silla contigua:

-¿Por qué no empezamos de nuevo, Laura?

-Porque soy muy sensible a las cargadas, si querés entender.

-Yo lo llamaría malentendido, o hecho fortuito. Debía pasar a buscar a Juanjo a las veintiuna y parece que toqué el timbre equivocado. Vos estabas esperando, saliste y subiste a mi auto. Cuando quise explicarte que esperaba a mi amigo, me ordenaste partir desde abajo del asiento. ¿Cómo podía negarme a semejante urgencia? -esta vez la risa retozaba al fondo de sus ojos- Aclarado que no se trata de una broma, permitidme que te lleve a tu casa.

Laura se mordió el labio inferior. ¿Debía creerle? Parecía decir la verdad, y no era difícil equivocarse en el portero puesto que su jefe vivía sobre su piso. Lo calibró con la mirada y él la sostuvo francamente.

-Bueno -accedió reticente.- Sólo porque fue una confusión. Pero aceptarás mi pago.

-Aceptaré que me invites con un café en compensación.

-¡De ninguna manera! Eso no cancelaría el servicio.

-¿Una cena...? -arriesgó.

Ella denegó graciosamente con la cabeza. Nacho se resignó por el momento.

La joven era más obstinada de lo que pensaba. La miró sin disimular y le gustó cada vez más. El pelo castaño y lacio iluminado por mechas doradas caía sobre los hombros desnudos y enmarcaba entre dos trenzas laterales la delicadeza del rostro.

Los ojos medianos levemente rasgados centraban una nariz ligeramente respingada bajo la cual se delineaba una boca mediana y plena -a esta hora- despojada de maquillaje. El resto de su persona cubierto por un atuendo veraniego armonizaba con el rostro. El hombre señaló:

-Es mejor que vayamos antes de que llueva más fuerte. Tengo el auto en la puerta.

-¿Te dejaron entrar?

-Alguien levantó la barrera -dijo sin darle trascendencia.

Apenas Nacho abrió la puerta la fuerza del viento levantó la falda de Laura hasta la cintura descubriendo sus bellas piernas y la ropa interior al tono de su vestido sin darle tiempo a sujetarla.

Él apartó la vista para no azorarla aunque el destello había quedado grabado en su cerebro.

Sostuvo la puerta del auto para que subiera y dio la vuelta para sentarse al volante.

Después de traspasar la casilla de vigilancia -el guardia les dio paso saludando al chofer con un gesto-, salieron a la ruta. Recorrieron un tramo sacudidos por el viento y enceguecidos por un aguacero cada vez más denso, hasta que se apagaron todas las luces de señalización y de alumbrado. Nacho desvió el auto hacia la banquina y estacionó.

-Es más prudente esperar que amaine -dijo.


Laura asintió temblando de frío porque la temperatura había descendido bruscamente. El liviano abrigo sólo la adornaba. Se abrazó involuntariamente para no perder calor cuando el hombre le alcanzó el saco que se había quitado.

-¡No, de ninguna manera! -exclamó rechazándolo- Vos también tendrás frío.

-No tanto como vos. A decir verdad, estoy bastante acalorado -le dijo risueño.

Laura lo miró con desconfianza pero no vio nada alarmante en los ojos claros. Aceptó el abrigo y se lo echó sobre los hombros. Un agradable calor la confortó y le mejoró el humor. Estaba aislada con un desconocido en medio de un diluvio y se asombró por no sentir temor. Ladeó la cabeza para mirarlo y se arrebujó apretadamente en el saco. Nacho la observaba con una expresión de distendida complacencia. Le preguntó:

-¿Por qué no querías que Juanjo te viera?

-Si te lo digo, es posible que me quede sin trabajo.

Él siguió mirándola sin contestar. Esta actitud la inclinó a confesar:

-Porque me acosa.

El hombre emitió una carcajada corta.

-¿Qué tiene de gracioso? -dijo ofendida.

-Que no me lo imagino. ¿Qué hace exactamente?

-Piensa que porque me emplea es dueño de mi persona.

-Creo que para eso se necesita algo más que pagarte un sueldo -acotó.

-No para él. Ejemplo: me pide cada rato que le alcance documentos para rozarme las manos. ¡Odio que me toque las manos! -dijo con vehemencia.

Él inclinó la cabeza sin hablar. Después preguntó:

-¿Alguna actitud más comprometida?

-¿Qué te pasa? -se exaltó- ¿No te parece un atropello?

-Bueno, sí... pero no tiene connotaciones muy eróticas.

Laura lo miró escandalizada. ¿Y la repugnancia que ella sentía ante el manoseo no deseado? Apretó los labios y clavó la vista en el parabrisas. Si no lloviera a cántaros, se habría bajado del auto. El hombre percibió el desagrado de la joven y trató de romper el hielo.

-No quise restarle importancia a los excesos, pero seguramente hay cosas más importantes para que te sientas acosada -dijo amigablemente.

Ella meditó un rato. ¿Y si le contaba otros incidentes? Si trascendían bien podía darse por despedida. Pero quería taparle la boca a ese arrogante que opinaba que un roce de manos no era un agravio.

-La semana pasada me llamó a su oficina para dictarme una carta. Cuando me iba se colocó detrás de mí y pronunció mi nombre. Me di vuelta y se precipitó encima sin contar con que me apartaría rápidamente. Quedó besando la puerta -lo miró con fijeza.
Nacho disimuló una sonrisa. Ella prosiguió:

-Esta semana me obligó a terminar una licitación después de la hora de cierre con la excusa de que pasarían a retirarla por su casa a la noche. Insistió en llevarme ya que vivimos en el mismo edificio, pero desvió el auto hacia un motel de la zona sur. Demás está decir que me bajé y busqué un taxi para regresar a casa. Estuve a punto de no volver al trabajo, pero me intrigaba la actitud que asumiría después del arrebato nocturno –hizo una pausa.- ¡El caradura se mostró fresco como una lechuga y después insistió en que no faltara a la cena!

–Se apretó el saco al cuello- ¿Esto te parece bastante erótico?

-Me parece una necedad. ¿No podés razonar con él?

-Es lo primero que se me ocurrió después del primer incidente. Le dije que mi trabajo me gustaba y que necesitaba conservarlo. Le pedí que desistiera de acorralarme porque yo no necesitaba un hombre casado en mi vida. Le recordé nuestra condición de vecinos y mi amistad con su mujer. ¿Qué hizo? –Nacho no preguntó- “Cada día me gustás más, gatita”, baboseó. ¡No escuchó nada de lo que le dije! ¿Y vos querés que razone con él?

-Entonces, ¿cómo podés defenderte?

-No sé. Algún día se ligará una piña –contestó belicosa.

-¿Con esas manitas? Más bien parecerá una caricia.

-No estés tan seguro –le dijo con un mohín de suficiencia.

-¿Y si tuvieras un novio? ¿Creés que se animaría?

-Si tuviera un novio es posible que lo golpeara, pero yo me quedaría sin trabajo.

-¿Es tan importante tu trabajo?

-Me permite ser independiente.

-Podrías buscarte un hombre que te mantenga y prescindir de ese empleo...

-¿Y depender de otro dueño? No, gracias.

-Que te quiera…

-Es igual. No acepto que nadie me mande. Y en esta sociedad ser autosuficiente está en relación directa con obtener mis propios ingresos. Como no podría robar un banco, necesito trabajar.

-Tal vez… -dijo Nacho- si tuvieras un novio que respetara, dejaría de perseguirte.

-¿Cómo quién? Sólo respeta a los banqueros y a sus inversionistas. Los banqueros que conozco están casados y los inversionistas... son todos viejos repugnantes.

-Y yo, ¿qué tal? –propuso el hombre.
Laura lanzó una carcajada. Después se llevó la mano a la boca como para acallarla:

-Perdóname, no quise ser hiriente. Pero si por ventura se diera la situación, ¿qué haría que Juanjo te respete?

-Que soy su principal capitalista –declaró sencillamente.

-¡Vamos… que los conozco a todos! Están García Moreno, Zeballos, de la Huerta, Zárate, De Luca, Mastrogiuseppe, Barman… -se quedó en suspenso con los siete dedos levantados- y del Prado… -murmuró cerrando la mano.
Ignacio del Prado la miraba con displicencia.

-¡No puede ser! Del Prado es un anciano y el mejorcito de los inversores. Siempre charlamos cuando pasa por el negocio. Y no se parece a ninguno de los viejos verdes…

-Es mi abuelo y me ha transferido todas las acciones para que me ocupe de sus negocios.

¿Qué te parece mi propuesta?

-Descabellada. ¿Podemos irnos?

-Todavía es peligroso. No me malinterpretes. Con sólo generar un rumor que yo no refutaría, estarías a salvo de su persecución.

-¿Y vos no tenés esposa o novia o pareja que se moleste por esto?

-No –dijo seriamente.

Laura volvió a reír:http://www.subirimagen.es/08/0318/101884/1661.gif

-¡Esto es ridículo! No quiero que pensés que por un momento calculé la posibilidad…

-Yo no pienso nada que no quieras –aseveró Nacho.

La joven se acurrucó contra la puerta y no volvió a pronunciar palabra. Ignacio estaba sorprendido por el giro que él mismo le había dado a la conversación.

¿Había metido la pata? Con esta mujercita no estaba seguro de nada. Ahora le daba la razón a su abuelo cuando hablaba con tanto entusiasmo de las virtudes de “Laurita”, como la llamaba.

El viejo conservaba intacto el buen gusto.

De pronto le nació una suerte de animosidad hacia Juanjo.

¿Quién se creía para perseguirla? Si llegaba a ponerle las manos encima… Se rió de sí mismo por estos pensamientos. Ya hallaría la manera de proteger a Laura aunque ella no aceptara su oferta.

En medio de esta reflexión cedió la tormenta y arrancó hacia el centro. Cuando la dejó en la puerta de su edificio se alejó con presteza para evitar que le devolviera el abrigo. Desde el auto esperó a que entrara y guardó su imagen envuelta en el saco gris que lo saludaba detrás del vidrio.

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