
Pero aquella tarde algo había trastocado sus planes. El más pequeño de los críos, mientras los otros discutían por un sombrero, se había colgado de uno de los cortinones con tal ímpetu que cayeron ambos, cortinón y niño al suelo con estrépito, levantando una nube de polvo. Al disiparse la misma, cual no fue su sorpresa, cuando al intentar sacar el pie del pequeño, que había quedado atrapado entre dos tablones rotos del suelo, advirtieron la presencia de una especie de caja dorada. En su interior, un fajo de cartas, atadas con un lazo rojo, y un retrato. Un retrato de una joven, bella y triste.
La abuela lo examinó con atención. Luego se quitó las gafas, frunciendo el ceño mientras añadía un par de troncos al fuego de la chimenea. Los niños pusieron cojines a sus pies, pues sabían que ella les iba a contar la historia.
- Se llamaba Therese, y supongo que podía haber sido mi madre. De hecho, cuando mi madre murió, siendo yo bien pequeña, mi padre dedicó parte de su vida a buscarla. Creo que llegué a conocerla mejor que a mi propia madre. Mi padre no hacía más que hablar de ella -y con un guiño travieso, añadió - fue el gran amor de su vida, el único.
- O sea, que no quería a tu madre? preguntó Alexander.
-Oh, si, cariño, a su modo la quiso. Pero su amor por Therese, fue algo casi sobrenatural.
- Cállate y deja a la abuela que siga, intervino Lucy impaciente.
- Bien, mi padre, Frank, y Therese se conocían desde niños. Desde su más tierna infancia compartieron juegos, y desde el primer momento que recuerdan, sabían que su destino era estar unidos. Crecieron juntos, prometiéndose amor eterno. Eran inseparables, no os digo más que en el pueblo les llamaban los siameses...pero el padre de Therese nunca vió con buenos ojos aquella relación, y menos cuando entraron en la adolescencia. El quería algo mucho mejor para su hija, y no estaba dispuesto que aquel mozalbete entrometido, o sea mi padre, fastidiase sus planes. Así que durante unos meses, y sin que lo supiera Therese, fue preparando una mudanza aprovechando un alto cargo que le habían ofrecido en la embajada de otro país. La noche antes de la proyectada marcha, se lo contó a su hija, la cual lloró, suplicó, pataleó...en vano.
Ella se sentía morir de dolor, y le rogó que al menos le dejase ir a ver a Frank por última vez. El padre se negó. Aquello era impensable, de ninguna manera. Therese se pasó toda la noche en vela, con la lámpara encendida, tal como le relató su aya a mi padre, días después. Nadie sabe lo que pasó durante aquella larga noche...El caso es que con las primeras luces salieron, y no se les volvió a ver más. Cuando mi padre se enteró quiso ir tras ella, pero mi abuelo se lo impidió, obligándole a alistarse en el ejército. Al poco tiempo estalló la guerra, y mi padre fué destinado al frente. Cuando le hirieron, fue al hospital, y...ya sabeís, la vieja historia...conoció a mi madre. Nunca llegó a enamorarse de ella, pero su corazón herido necesitaba un hombro en el que llorar. Al poco tiempo mi madre quedó embarazada de mí, y mi padre, que era un caballero, le pidió casamiento. Vinieron a vivir aquí, a su antiguo pueblo, y compraron esta casa - sonrió con picardía - la casa de la familia de Therese.
-¿De verdad? -preguntó el pequeño Frank- Vaya con el bisabuelo...si que estaba enamorado...
Si, de hecho tu bisabuelo instaló su despacho en la que había sido la habitación de Therese: decía que aquella habitación estaba impregnada de ella. Conservaba su olor y su esencia. Mi padre se pasaba allí horas y horas absorto en sus sueños. A mi madre le comían los celos las entrañas. Para lo único que mi padre le dejaba entrar era para limpiar, una vez a la semana. Y pasó que en una de esas limpiezas, encontró todo esto- dijo señalando a la caja con el retrato y las cartas posadas en su regazo. Parece ser que estaban en un cajón secreto del escritorio de la muchacha, que allí había quedado. Mi madre leyó las cartas, y lo entendió todo. Su dolor la llevó a esconderlo, donde ahora lo habeís encontrado...muchos años después.
- ¿Y tú como sabes todo eso, abuela? -preguntó Lucy, la mayor -si tu madre murió cuando tu eras pequeña, no te lo contó ella.
- Buena pregunta, querida Lucy. No, claro que mi madre no me lo contó. Lo hizo su mejor amiga, la señora Desmond, muchos años después, tras la muerte de mi padre. Pero mi madre nunca le habló del escondite. Así que el enigma ha quedado hoy resuelto, gracias a vuestra metedura...de pata- añadió con una sonrisa.
- Tú antes dijiste que el abuelo buscó a Therese...
- Ya lo creo. Después de la muerte de mi madre dedicó su vida a ello. Pero parecía que se la hubiera tragado la tierra. Llegó a averiguar que su destino primero había sido la embajada de París, pero el padre de Therese había muerto a los dos años, y ahí se perdía el rastro de ella. Aún así, nunca cejó en su búsqueda...hasta que le diagnosticaron una enfermedad fatal, que acabaría con su vida a los pocos meses.
Las últimas palabras de mi padre, fueron para Therese: "Dile, cuando la encuentres, que la amé siempre, que la busqué, sin éxito, pero la sentí siempre a mi lado, y dale esto". Sacó bajo de la almohada un papel arrugado y viejo y me lo dió. "Cuando la encuentres, se lo das". Mi padre estaba seguro de que yo la seguiría buscando. Tras el entierro, me dirigía a casa bajo la leve llovizna, cuando una voz femenina me detuvo. Me volví. Era ella, Therese. Puede decirse que los años apenas habían dejado huella en su rostro, añadió la abuela observando de nuevo el retrato. Seguía siendo muy bella, pero tenía la mirada más triste que he visto en mi vida. Me contó que se enteró del matrimonio de mi padre, lo que la sumió en una profunda depresión, al pensar que se había olvidado de ella. Al enterarse de la compra de la que había sido su casa, pensó esperanzada que quizás él alguna vez encontraría las cartas que ella había estado escribiendo durante toda aquella noche fatídica de la mudanza...En ellas le hablaba de su amor, y de que siempre le esperaría, pasara lo que pasase.

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