2009/11/25


Compró los ”criollitos” en la Panadería Villar y, como era su costumbre, salió de Unquillo por el camino que une lo de Pizarro con “Estancias del Sur”, para luego continuar hacia el aeropuerto y así llegar al centro de la ciudad.

En casi todos los semáforos que detenía su marcha un montón de cabecitas negras, caricaturas de espanto adornadas con cicatrices, aros y tatuajes, giraban a su alrededor intentando obtener algunas monedas a cambio de limpiar el impecable parabrisas de su camioneta.

No le quedaba ninguna cuando al llegar a la esquina de la plaza Colón, mientras saboreaba el último criollito de su pastoso desayuno, fue sorprendido por una adolescente de ojos chispeantes, cabeza rapada, pupo ensortijado y embarazo evidente.

Al frenar, la muchacha se abalanzó sobre el vidrio delantero justo cuando el le indicaba que no lo limpiara, que estaba impecable, que ya lo habían hecho antes.

Sin inmutarse, con la rapidez de un gato, la jovencita asomó su sonrisa por la ventana para decirle:

-¿Tenés una moneda, flaquito?

-No me quedan, las di todas, ya.

-¿Y un cigarrillo?

-No fumo, mi amor - le contestó con cierto fastidio.

-¿Y un criollito?

-Me comí el último… -dijo entre molesto y culposo.

-¿Y un beso?

No atinó a nada. La muchacha le arrimó su cachete y, colorado como un tomate, le dio un beso, el más tierno que pudo.

La vio alejarse riéndose a carcajadas. Su enorme trasero sorteaba los autos con la destreza de Maradona jugando contra los ingleses. Al llegar a la vereda, acarició su panza y le guiñó un ojo.

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